domingo, 13 de marzo de 2011

Proust y la pregunta por el tiempo, la memoria y el sujeto


En Delirio y sueño en la Gradiva de W. Jensen Freud hace un llamado de alianza con los poetas, en cuanto estos portarían un saber y una sensibilidad para percibir los movimientos enigmáticos de la vida psíquica. Las ciencias psicológicas se encuentrarían en un estado de atraso con respecto a la posición privilegiada de los poetas. Siguiendo a Freud, la relacion entre psicoanálisis y la obra de arte, no se trataría necesariamente de un psicoanálisis del autor o de los personajes, si no más bien algo del orden de la pregunta ¿qué es lo que le enseña al psicoanálisis la obra de arte?
De esta manera la propuesta de este texto es recortar algunas escenas de la novela En busca del tiempo perdido Del lado de Swann que nos permitan abrir un diálogo entre literatura, filosofía y psicoanálisis, situando algunos problemas que la obra de Proust permiten desplegar la pregunta por el tiempo, la memoria y sujeto.
La obra de Proust, en “Busca del tiempo perdido” (1) es extensa y compleja, se divide en siete libros, que son narrados por quien pareciera, ser la voz de autor. Por el Camino de Swan 1913, novela que inicia la serie, narra el recuerdo de la vida del joven protagonista, a una noche de desvelo en que la cadena de representaciones lo lleva a su niñez en Combray.

Viñeta 1. Combray: la memoria del beso materno.
“ En Combray, todos los días a partir del fin de la tarde, mucho antes del momento en que iba a tener que meterme en la cama y quedarme, sin dormir, lejos de mi madre y de mi abuela, mi dormitorio se convertía en el punto fijo y doloroso de mis preocupaciones”
“después de comer, ay, yo estaba obligado a separarme de mamá, que se quedaba a charlar con los otros”
“Mi único consuelo, cuando subía a costarme, era que mamá venía a darme un beso cuando ya esta en la cama. Pero esas buenas noches duraban tan poco tiempo, ella volvía a bajar tan rápidamente, que el momento en que la oía subir, seguido por el paso del corredor de doble puerta del leve rumor de su vestido de jardín en muselina azul, del cual pendía unos cordoncitos de paja trenzada, era para mí un momento doloroso. Anunciaba el que seguía, el momento en que ella ya me abría dejado, habría vuelto a bajar. De modo que anhelaba que esas buenas noches llegaran lo más tarde posible, para prolongar el tiempo en que mamá todavía no había venido. Algunas veces, después de haberme besado, cuando abría la puerta para irse yo quería llamarla, decirle “Bésame otra vez”, pero sabía que de inmediato iba a poner cara de enfado, pues la concesión que hacía a mi tristeza y a mi agitación al subir a abrazarme, a traerme ese beso de paz, irritaba a mi padre, que encontraba absurdos estos ritos, y ella hubiera querido hacerme perder la necesidad, la costumbre, en vez de dejarme adquirir la de pedirle, cuando ya estaba en la puerta, otro beso. Y verla enfadada destruía toda calma que me había traído hace un instante, al inclinar sobre mi su rostro cariñoso, tendido como una hostia para una comunión de paz de la que mis labios extraían su presencia real y el poder de dormirme”
“pero esas noches en las que a decir verdad, mamá se quedaba tan poco en mi cuarto, eran dulces en comparación con aquellas en las que había gente a comer y, como resultado, ella no subía a darme las buenas noches. La gente se reducía generalmente a monseñor Swann que, fuera de algunos desconocidos de paso, era casi la única persona que nos visitaba en Combray”
Dos tiempo: el presente insome y el de la niñez, en que aquel rito del beso de buenas noches con su madre aplacaba la angustia, aperejada con la tristeza del placer efímero y esquivo. Tiempo presente del ahora sin dormir del narrador, transpuesto a un pasado que tiene cierta vigencia en su acontecer. Lo pasado se constituye como presente. La soledad ante su propia historia, y ante los propios deseos, la madre no sube, y el niño superado por la angustia manda una nota con Francois la sirvienta, pidiendo que comparezca ante él, ella no responde, no responde a su anhelo, y este el que se constituye un recuerdo doloroso. El narrador compara esta escena con “esa angustia que experimentamos al sentir que un ser que amamos está en un sitio de placer, donde no estamos y al que no podemos ir”. Más allá del problema de una memoria ligada al dolor y a la angustia infantil, hay algo más que nos enseña Proust y es que en la intimidad del sujeto, aquello que pensamos como lo más propio, ese sí mismo ligado a la identidad individual, se nos muestra como ilusión. Para decirlo con Levinas, no es que la identidad, el sí mismo asimile al otro -la madre por ejemplo- en lo mismo, en el yo, sino más bien que lo mismo no es sin la alteridad, el yo no es nunca sin el otro. El sí mismo, la identidad del sujeto se funda en la relación con ese otro. Otro distinto a mi, que es la condición de posibilidad del yo. Proust nos enseña, en este fragmento, que aquello que pensamos más nuestro, nuestra intimidad, nuestra identidad, eso tan propio, está habitado ya por el Otro. Lo que Lacan llamrá “extimidad”, juego entre lo intimo y lo externo, lo extraño, algo ajeno que constituye lo propio. Y es en este sentido, que Levinas, coincide aquí con Proust, el tiempo “ no remite a un sujeto aislado y solitario, sino que remite a un sujeto con los demás” (Levinas el tiempo y el otro. P 77.) . El tiempo histórico, el de la ciudad, el medible, funciona bajo el supuesto de cierto flujo lineal y de progreso, incesante, etapa tras etapa, que implica la noción que el pasado condiciona el presente, y este al futuro, y así todo se puede cuantificar y predecir.

Viñeta 2. El recuerdo involuntario: el té y la magdalena

“Hacía ya muchos años que, de Combray, todo lo que no fuera el teatro y el drama de acostarme ya no existía para mí, cuando un día de invierno, al volver a casa, mi madre, viendo que yo tenía frío, me propuso que tomara, contra mi costumbre, un poco de té. Me negué primero y luego, no sé por qué, cedí. Ella mandó buscar uno de esos bollitos, cortos y rollizos llamados magdalenas, que parecen haber sido moldeados en la valva ranurada de una concha de peregrino. Y luego, maquinalmente, abrumado por el pesado día y la perspectiva de un triste mañana, llevé a mis los labios una cucharada de té, en el que había dejado ablandarse un trozo de bizcocho. Y en el instante mismo en que el sorbo mezclado con las migas de bizcocho tocó mi paladar, me estremecí, atento a algo extraordinario que pasaba en mí. Un placer delicioso me había invadido, aislado, sin noción de lo que lo había causado.”
Proust pone en juego la noción division subjetiva, un yo que no es completamente soberano en su morada, el sujeto extranjero en su propia tierra, que emerge como un enigma para sí mismo. Es en este movimiento que interpela la noción del tiempo como pura linealidad, consecución de hechos, para mostrarnos, un tiempo otro, una alteridad. Él té con magdalena testimonian la ruptura de la continuidad de la conciencia, cuyo efectos son el de constituirse en pregunta para si mismo, un signo para sí. Impulsandolo a una búsqueda, a una investigación: En busca del tiempo perdido. Esta discontinuidad del tiempo abre una brecha que permite la entrada a la novedad, funda algo de lo nuevo en lo mismo, alteridad en la mismidad. Desgarro en el tejido de lo mismo que en cuya interrupción permite el acontecimiento, entendido como lo no previsto, la diferencia, hace que la aventura surja. La aventura semiológica , para decirlo con Roland Barthes, la aventura de los signos, cuyo misterio hay que investigar, descifrar. La búsqueda de la verdad. Situándose la dimensión del acontecimiento, en tanto discontinuidad en la mismidad nos dirá Levinas, como una pregunta por la ética. En la contingencia, se juega lo real que hace agujero a lo simbólico, cuyos efecto de sorpresa se orientan hacia el objeto a, causa de deseo. Es justamente algo del objeto a, que produce moviendo en la letanía del mundo de Proust, de este modo la búsqueda de la verdad, esta investigación en “la comarca oscura”, no es solo búsqueda, sino que se anuda a la creación. La búsqueda – creación, que se inicia con una huella, un rastro el cual se desea seguir, ligado al pasado a la memoria de otra época, que al mismo tiempo no deja de ser presente.

Tiempo, memoria y sujeto

La obra de Proust nos propone Deleuze es lo que su título nos indica, anuncia una investigación, una búsqueda, “Recherche” del tiempo perdido, es eso lo que le da la unidad a la obra entregándose a una investigación sobre los signos de una época, de una sociedad, de los otros, el lenguaje y de sí mismo.
El autor, nos sugiere Walter Benjamín, no ha escrito una gran novela de la vida tal como la ha vivido, una supuesta biografía, sino una vida tal como la recuerda. Lo que implica que en el ejercicio del recordar se pone en juego, el ejercicio del la creación, algo del orden de la producción, un hacer con el vacio, como propone Lacan en el seminario de la Ética del Psicoanálisis.
Memoria y olvido se entrecruzan en modo dialéctico, sin olvido no hay recuerdo, ni la posibilidad de memoria. El recordar nos remite a la huella, una ruina, un resto que habría que re- construir, cuyos materiales se tejen la ficción. La “memoria involuntaria” como la llama Proust es la dimensión de la alteridad, del acontecimiento, que lo convoca a recordar. La memoria que nos trae, no es la de la psicología individual, de ka cual nos muestra su falla, impotencia, sino que nos muestra que la memoria es siempre el testimonio del Otro.

Nota

Por el camino de Swann (1913)
A la sombra de las muchachas en flor (1919)
El mundo de Guermantes I y II (1921–1922)
Sodoma y Gomorra I y II (1922–1923)
La prisionera (póstuma, 1925)
La fugitiva (póstuma, 1927)
El tiempo recobrado (póstuma 1927)





Bibliografía
Benjamín, W. “Una imagen de Proust”
Deleuze, G “Proust y los Signos”
Freud, S. El delirio y los sueños en la Gradiva de W. Jensen.
Levinas, E. “El tiempo y el otro”
Proust, M. “En busca del tiempo Perdido. Por el lado de Swann”
Lacan, J. “Semonario VII”